Las fechas decembrinas tienen un ritmo: la intensidad de la Nochebuena, la cena cargada, el recalentado que ocupa el 25… y después, un territorio suspendido entre Navidad y Año Nuevo donde se cocina menos, se observa más y la pregunta se repite: ¿qué sigue? Allí, en ese intervalo, la fermentación encuentra su momento perfecto. Permite dejar algo en la cocina trabajando solo, sin demandar energía, mientras la familia se va, los días se ralentizan y el paladar busca sabores distintos a lo graso y lo dulce que dominaron el pavo, los romeritos o el bacalao.
Hacer fermentos en casa es una decisión económica: una botella de kombucha comercial puede costar más de $70 pesos, mientras un lote casero no supera los $10 por vaso. El tepache usa cáscaras de piña que quedaron. El kimchi rinde semanas y se vuelve guarnición, topping, base para un arroz salteado o complemento de una carne asada improvisada para recibir el año.
En muchas cocinas, el 26 de diciembre queda una tetera olvidada, bolsitas de té a medio usar y un refrigerador lleno de postres pesados. La kombucha llega ahí como un respiro. Se prepara con agua, té negro o verde y azúcar, pero depende del SCOBY —esa colonia simbiótica de bacterias y levaduras que parece dormida, pero trabaja.
México siempre ha sabido fermentar, aunque a veces lo olvida. El tepache, nacido en barrios y mercados, es prueba. Tras Navidad, una piña comprada para una ensalada de frutas deja cáscaras y corazón: para la mayoría, basura; para la fermentación, oro.
Después de varios días de recalentado —bacalao, romeritos, pierna— el paladar necesita un golpe de acidez, una nota picante, algo que limpie y reinicie. El kimchi entra como un acto de ruptura y comienzo.
Ninguno de estos fermentos sucede sin tiempo. Y quizá por eso funcionan tan bien entre Navidad y Año Nuevo, cuando la pausa es inevitable. Mientras el refrigerador guarda recalentado, tres frascos pueden seguir trabajando: uno burbujea, otro se avinagra, otro guarda agua salada que lentamente se vuelve una delicia.


